Nosotros, el cambio

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Si tiene usted más de 40, viene de un mundo distinto a este. Un mundo en el que tal vez había una quebrada cerca de la casa, donde pasaba horas de baño y pesca de chocas; un mundo de camino al colegio a pie y lonchera de manos de mamá; del tiempo de un solo canal de televisión, solo unas horas al día; de almuerzo en casa, de casa sin carro ni teléfono; del tiempo de los ‘marconis’ y los amigos de barrio… No importa cuál sea su edad, estoy seguro que viene de un mundo distinto. No lo digo por la nostalgia, que sé bien que las cosas cambian, sino por ello mismo, porque las cosas cambian. El cambio es lo único constante, dicen los paradójicos.

Hace 70 años, Europa se destrozaba intestinamente, hace 60 fumar era saludable, y hace 50 las computadoras eran grandes habitaciones recalentadas con tarjetas perforadas. En la lista pueden ir la droga, el internet, el homosexualismo, los divorcios o los celulares… Escoja usted lo que quiera, objeto, nación o sentimiento y todo cambia, nacen cosas, mueren otras.

¿Por qué, si todo cambia, nos da por creer que “ahora” es para siempre?, ¿de dónde nos da por pensar que como es ahora ha sido siempre y será hasta el fin del tiempo?

Hay quizás en nuestro cerebro, ese que nos hace creer tan engreídamente la cima de la evolución, los reyes de la creación, un departamento que manda sobre todos, el de la comodidad, el del “deje así, que así estamos bien”. Pero no estamos bien. No lo estamos, ni siquiera si en el “estamos” incluimos solo a nuestro mínimo entorno familiar.

Los imposibles pueblan nuestro entender. Los “nunca”, los “siempre” y los “jamás”, como si los términos absolutos tuvieran algún sentido en un tiempo que transcurre, en un mundo que se mueve. Ni un insecto en ámbar tiene esa posibilidad. Nunca se moverá (aunque no falte el genetista que tiene una idea distinta), pero alguna vez lo hizo.

“La guerra es inherente al ser humano”, le escuché decir a uno muy estudiado, como si por mis venas circulara un gen indestructible y fatalista, inevitable y omnipotente. Como si la muerte y la destrucción del otro fueran la única posibilidad de mundo. Como si no nos fuera por dentro la posibilidad de imaginar y de crear otro estado de las cosas.

“Es que eso es imposible”, dicen algunos escépticos; “jamás lo permitiré (án)”, dicen algunos más convencidos. “Nunca se ha hecho”, balbucean los más atrevidos. La realidad adquiere la dimensión de una montaña, gigantesca e infranqueable. Colombia, país de deslizamientos y derrumbes, físicos y políticos, debiera saber de más que, como nos lo mostraron Mocoa y Manizales, por mencionar dos recientes, un poco de agua puede licuar una montaña.

¿Que no es posible, que no hay piedad, ni solidaridad? Mire de nuevo, que tal vez la frase tiene un problema. Tal vez sí hay razón en el escepticismo del predicado, pero hay una equivocación en el sujeto. No es que no “haya” (tercera persona indefinido) sino que “no hay en mi” (primera del singular). No es externa la responsabilidad del estado de las cosas. No es alguien indefinido el que no permite que pasen las cosas, un ente invisible que llamas Estado, imperio o sociedad, no. Es el “yo” que no puede, que no quiere, que no se atreve. Un yo que solo se une contra el ustedes. Es el yo, ese que se niega a ser nosotros, ese que se resigna al statu quo, el que impide que las cosas se modifiquen. Un yo que no se reconoce con facilidad en el otro, en lo otro. Un gesto, una intención convertida en acto puede cambiar al mundo, cambiar una administración, un estado de las cosas. Y no es magia, es contagio.

Por estos días, en que se ha puesto en el radar público el tema del dios, pienso que si hay un dios no está afuera nuestro, dirigiendo nuestro destino, sino que reside en nosotros, en nuestra decisión para actuar para transformar, pues la realidad, sus causas y sus consecuencias pasan por nosotros.

Bogotá, mayo 2017

IG @cantarranasur / Tw @nelsoncardena

Ciro y nosotros

Ciro y yo, Miguel Salazar, Colombia, 2017

Cuando uno intenta explicarle a otro -a su hija que pregunta por primera vez o a un extranjero que solo sabe lo que los titulares les han contado- de qué ha sido esta guerra nuestra, no sabe uno bien por dónde comenzar. ¿por Pablo y el negocio de la droga que le inyectó de toneladas de dinero a esta reventazón para que nuestros matarifes legales e ilegales pudieran comprar fusiles y helicópteros, bombas teledirigidas, cilindros de gas y claro, apartamentos en Miami? ¿por la Guerra Fría, por la ilusión macartista del borracho presidente Guillermo León Valencia de acabar la “infiltración comunista” a punta de napalm y metralla, cuando esos campesinos lo que pedían eran tierras para sembrar y carreteras para sacar lo producido?¿En las traiciones de Rojas Pinilla a las guerrillas liberales, en el robo de las elecciones de los 70, en el asesinato de Gaitán por las tradicionales fuerzas oscuras, por las luchas agrarias de los 30, por las matanzas conservadoras, por la masacre de las bananeras, por la Guerra de los Mil Días, por…?

No existen mayores certezas que permitan la narración del drama nacional que ha sido esta guerra perpetua, quizás con la excepción de su causa primera –la posesión de la tierra cultivable- y de sus víctimas mayoritarias –los pobres de la ciudad y del campo-, las cuales, siempre han sido tratados como biomasa por los poderes que los vuelven instrumentos desechables para sus necesidades políticas y económicas.

Toneladas sin cuenta de carne humana, ríos de sangre y de lágrimas  han servido para alimentar esta  hoguera de la defensa de la democracia contra la amenaza terrorista o de la lucha por la revolución contra la oligarquía.

Y en medio la gente muriendo y matando. Gente sin voz,  sin rostro, sin nombre, agrupada en cifras, en porcentajes, en descripciones asépticas o cargosas, pero siempre anónimas. Aprendimos a decir “desplazados”, “paro armado”, “dados de baja”, “héroes caídos en combate”, “ratas humanas”, “hechos confusos”, “80% de pobreza”, “6.000 neutralizados”, “guerrilleros de civil”, “mal llamados paramilitares” , “mal llamados falsos positivos”, “la patria”, “la fe en la causa”. Gente aplanada en un giro retórico diseñado por algún asesor de prensa. Tragedias que pesan lo que pesa el universo llevadas al hombro por gente invisible. Hasta que nos sientan a contarnos su historia de frente, sin posibilidad de decir “no lo vi”.

Los ojos desarraigados de Ciro yo los he visto antes. La mirada humillada y cansina, con el brillo seco de quien sabe que las lágrimas ya las lleva por dentro del alma. La voz quebradiza, como disculpándose de contar su historia de dolor, la cabeza gacha, buscando en el piso algún camino para salir algún día de su laberinto no merecido.

La piel de su cara quemada, tallada en surcos de azadón, la selva y el monte en su andar, el extravío de un cuerpo que no sabe qué hacer en medio de una ciudad apresurada e inconmovible, cuando él lo que sabe es de matas,  de vacas, de quebradas, de criar gallinas, de tomar café con aguapanela y de esperar el anochecer en medio de los cantos de las chicharras y los sapos.

A ese Ciro  campesino, ahora que hago memoria, me lo topé desde que nací en las historias de mi abuela sobre los conservadores y su policía chulavita que no sólo habían matado a su hermano y a un par de tíos, sino que las hicieron correr la noche en que fueron a buscarlas para violarlas y matarlas si los dejaba la borrachera, pero que “por fortuna” habían podido huir y solo les habían quemado el rancho.

A Ciro también me lo debo haber topado mil veces en los semáforos o en Transmilenio, vendiendo chucherías o repartiendo volantes o saliendo de alguna de esos lugares kafkianos que son las oficinas estatales o en alguna cola de subsidios.

Lo encontré en el celador del edificio dónde vivo, que no solo tiene un hijo como soldado profesional sino otro como “falso positivo”, según nos contó mientras pedía ayuda para arreglar una carta para quitarle el poder a su abogado “que no ha hecho nada, lo que quiere es plata”.

Ese Ciro que ha salido corriendo mil veces, al que todos, Policía, Ejército, paras (mal llamados, obvio) y guerrillas, han golpeado, ese que ha perdido y ha vuelto a perder, que le mataron despacio a su niño unos y otros, al que tantas veces he mirado sin verlo, como lo he visto en las noticias o estorbando mi prisa y mi conciencia.

En estos tiempos de decisiones, en el que la paz, o mejor, el fin de una guerra no acaba de llegar, en estos tiempos en los que creemos que hay unos y que hay otros, unos malos, que deben siempre pedir perdón y callarse la boca por siempre jamás, y otros buenos –nosotros, claro está- que somos la bondad que exige castigo y sangre como expiación, y que advierte de los peligros del demonio rojo,  bien nos vendría ver a Ciro y Yo , sin levantarnos del asiento cuando la pantalla nos muestre lo que no queremos oír, para ver si de una buena vez entendemos que en esta guerra, como en todas la guerras, no hemos podido ser buenos, porque no hacemos la guerra sin ser la guerra misma.

Que no hemos sido mejores que el enemigo, pues nos hemos convertido en el enemigo mismo. Que no podemos pedir bombardear sin bombardearnos a nosotros mismos y a nuestra alma. Que ya es tiempo de entender ese breve poema de Mohamed Alí: “me, we”, una especie de  “yo soy nosotros”. Que Ciro es también nosotros. Que ya es tiempo de calzarnos sus zapatos.

Twt/ @nelsoncardena  Ins/@cantarranasur

Bogotá, febrero de 2018